Un día de lluvia, en un sector cerca de plaza Italia, una lluvia sorpresiva aunque no tanto, en lo que debería de prometer un cálido día de octubre. Si, eso sería recalcable en todo ámbito de la palabra para explicar indirectamente el contexto de algún suceso, de alguna situación.
Venía empapándose el recuerdo de gotas poco definidas, tapándolo y llevándoselo al olvido, y como siempre habría de adelantar una que otra clase para poder partir lo más pronto a la casa. Para el consuelo del errante solitario, suele ser la gente cálida grata compañía, y la gente cálida ha de llevarse en su memoria todos los detalles que rodean al errante solitario y a su entorno. Con unas gafas, inserto en una muchedumbre que repletaba el hall de aquel salón, estaba esperando a las afueras con un aire de expectación, ilusión, que por cierto, nunca se realizarían, si al fin y al cabo, un fugitivo nunca se atrapa cuando está presente, si no cuando él mismo ha de regresar, y lógicamente eso no pasó, aunque nadie puede decir que nunca pase. Sí, con unas gafas. Y por cierto, yo bajaba las escaleras queriendo solo irme, aunque claro, con lluvia todo cambia. Sobre todo cuando se insiste con un toque de simpatía que no he de rechazar nunca. Así por Baquedano me fui caminando, bajo un paraguas y con un jumper ni suelto ni ajustado, riéndome por todo y ocultando tras la sonrisa unos cuantos asuntos que aún no habrían de superarse bien, pues solo se escondían bajo la alfombra. Y ahí, el de gafas se fue a Pío Nono y yo tomé el tren que me llevaría al terminal de siempre, a tomar la micro de siempre, para llegar a mi fiel destino pese a todo: mi casa.
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Ecos Resonantes